Aquella fría noche de diciembre me metí en la cama como cualquier otra noche. Estaba cansada, un poco aburrida ya de tanta celebración y, además, había discutido con mi hijo porque en lugar de cenar en familia había preferido salir de fiesta con sus amigos.
Era 31 de diciembre del año 2017 y no había sido un año precisamente bueno. Seguía sin pareja, mi hijo había suspendido 2 asignaturas y encima había engordado cuatro kilos. Por si fuera poco, la cena de Nochevieja en casa de mi prima me había desilusionado bastante. No se había esforzado mucho en el menú, la verdad, y además había olvidado comprar champagne para brindar con las uvas.
Antes de meterme en la cama escribí mi tradicional lista de deseos para el año 2018:
-Un coche nuevo.
-Encontrar a un hombre maravilloso que me hiciera muy feliz.
-Que mi hijo se volviera obediente y aprobara todas las asignaturas.
-Un aumento de sueldo.
-Viajar a París.
Después doblé el papel y lo coloqué cuidadosamente en un cofre al lado de la ventana.
Esa noche hacía mucho viento, el aire rugía y se colaba por las rendijas de la ventana. Dormí a trompicones, deseando que llegara ya el nuevo día.
Al despertarme al día siguiente, observé que el pequeño cofre con la lita de mis deseos se había caído y la nota que estaba en su interior había rodado por los suelos hasta llegar a los pies de mi cama.
Cogí el papel y pude ver como la lluvia había borrado las palabras. Y de pronto lo entendí. Un sensación de bienestar y de paz se apoderó de mi. Por fin comprendí que mis ojos no pueden ver. Es mi corazón habla el lenguaje de la lluvia, de las estrellas y de las señales. Todo era perfecto tal cual era. Las necesidades son producto de la mente pero el corazón no necesita nada para ser feliz. Y supe que a partir de ese día sería él el que me guiaría.
¡Feliz 2018!
Silvia Quílez/ www.silviaquilez.com